Desconozco si la perfección, entendida como un estado que oscila entre lo mental, lo material y lo metafísico, existe. Supongo que no. Supongo que es un concepto al que todos queremos entregarnos pero morimos sin alcanzar. Una entelequia cuya búsqueda forzada siempre conduce al fracaso. Una expedición hacia «El Dorado» llena de potencialidad, pero destinada al desastre. Quizás esa es la razón por la que las obras maestras surgen de un proceso creativo espontáneo, libre y sincero. Quizás, y por las mismas razones, lo intachable jamás brota de lo artificial, de lo forzado o de la estricta reglamentación de lo canónico. ¿Es entonces la perfección algo a lo que aspirar, o algo que surge por mera combustión espontánea? ¿Es la perfección necesaria para triunfar, o es solo un accidente? Si tengo que ser sincero, no tengo la menor idea.
Eso sí. Hay algo que sí tengo muy claro. Al menos en lo personal. De un tiempo a esta parte, siento especial predilección por todos aquellos cómics que, en una búsqueda instintiva de lo áureo, unen sin ningún complejo géneros de todo tipo de una manera que roza la magia o, a veces, el terrorismo. Tebeos que arriesgan con sus argumentos hasta el límite de lo ridículo y salen airosos a base de inteligencia y personajes gloriosos. Mangas ejecutados por virtuosos que encierran mensajes y trasfondos complejos bajo el detalle casi enfermizo de un arte escrupuloso hasta lo microscópico. Historietas frescas, lúdicas, didácticas, lúcidas, violentas y cómicas, igual que aquellas con las que crecimos y nos inocularon el maravilloso virus de la lectura compulsiva de viñetas. Cosas como, y supongo que ya lo habréis adivinado, el sensacional Golden Kamuy de Satoru Noda.
Nos encontramos, ante todo, frente a una obra tan clásica en sus fundamentos como excepcional en su desarrollo. Orbitando en los años posteriores a la guerra ruso-japonesa, los protagonistas de esta epopeya son gente de acción curtida por la batalla y el clima, seres proteicos cercanos a lo superpoderoso que se sobreponen a azares casi imposibles a fuerza de pericia y voluntad. El manga de Satoru Noda es, además, un compendio antropológico que detalla de manera enciclopédica la vida de los ainu, pobladores aborígenes de las islas del norte de Japón, y despliega un conocimiento apabullante en el que se describe de manera amena y entretenida las costumbres, gastronomía, religión y vestimenta de estos hombres y mujeres acostumbrados a sobrevivir en condiciones infernales. Cualquier excusa es buena para ilustrarnos con una receta típica de carne triturada, sesos frescos o criadillas de cuadrúpedo. Cualquier página es adecuada para describir el proceso de curtido de pieles de un salmón para así fabricar calzado, o la carpintería necesaria para construir una trampa para martas cibelinas, osos o nutrias. No hay reto que Noda no sea capaz de integrar en su historia de una manera natural y orgánica, quizá el mayor logro de este seinen prodigioso.
Y es que Golden Kamuy es una amalgama alquímica de cientos de elementos que funcionan como uno solo, con un dibujo heredero de esos números de Tintín que retrataban con realismo fotográfico un paisaje sobre el que superponer a personajes y rostros más cercanos a la caricatura. Todos los actores de esta peculiar oda a la aventura exudan carisma, son reconocibles e icónicos, puros semidioses con forma humana cuya arrogancia, muchas veces, les conduce hacia una conducta demencial. La historia es un despliegue casi sin fin de locura, de violencia extrema, de hombres y mujeres descastados, desquiciados, magnéticos, cuya conducta roza la aberración más extrema camuflada bajo una pintoresca búsqueda de un tesoro escondido. Y todo ello aderezado con ese regusto pedagógico que lucha a muerte contra el gore más excesivo, la incorrección sin complejos, el ridículo más portentoso y las prácticas sexuales más arriesgadas jamás vistas en un tebeo. Un batiburrillo que funciona sin el menor síntoma de impostura o pastiche. Y funciona tan bien que, dadas las circunstancias y los ingredientes, casi parece imposible. Casi parece perfecta. Sí. He dicho bien. Perfecta. Perfecta como la droga que te engancha, te atenaza y te obliga a comprar cada tomo, olvidando que a lo mejor, otra vez, te has condenado a seguir consumiendo una colección cuya duración en el tiempo equivale a una condena penal. Perfecta como una divinidad en teoría inexistente que te conmueve con la calidez placentera de las cosas bien hechas. Perfecta como las obras mayores que te abruman con la aparente sencillez de sus complejos mecanismos internos. Perfecta como esos cómics que surgen en tu vida para convertirse, página a página, en una de tus series favoritas de siempre.
Desconozco si dicha perfección, entendiéndola como el engranaje silencioso de una máquina de movimiento perpetuo que produce sin descanso tebeos de calidad sobrehumana, existe en nuestra triste realidad cotidiana. Lo que sí tengo muy claro es que, de existir, Golden Kamuy la roza gentilmente con la yema de sus dedos.