Metrópolis sigue donde la dejamos, impasible y escalofriante. Pero esta vez la urbe resurge rectilínea entre las páginas, más futurista, lanzando una perentoria invitación en blanco y negro: entre, visitante, pase la página. Adéntrese en Las Modelos, el local de esta ciudad fría donde todo se conjuga con la tríada del sexo, el juego y el alcohol. Pida una copa, disfrute del espectáculo sin preguntarse por qué todo fluye en un orden tan perfecto. Por qué hay algo demasiado cosmético en esas mesas de hombres grises que observan a la semidiosa egipcia desnudándose en el escenario. Pero sobre todo, no pregunte qué habita en la habitación número seis y por qué solo quienes son alguien en esta ciudad reciben invitación al misterio. O pregúnteselo, y descubra al verdadero protagonista de esta historia, el responsable de que esos hombres abandonen el local transfigurados, confundiéndose con las sombras. Pasen y conozcan al Doctor Mabuse, en el gran teatro de Metrópolis.
Así arranca el cómic de José María Beroy, Doctor Mabuse, como una invitación sórdida e inquietante. La obra remoza el mito del villano popularizado por Fritz Lang (originalmente ideado en la novela de Norbert Jacques) con una estética retrofuturista y una narración que evoca inevitablemente la tradición pulp. Aunque en 1985 encontró cobijo en las páginas de Joyas del Creepy, el Mabuse de Beroy se desenvuelve íntegramente en la ciencia ficción más que en el terror, tomando el expresionismo de Lang como punto de partida para ensamblar las ocho historias del álbum.
Concebidas para publicarse de forma seriada, componen un relato global: el ascenso desde las sombras del enigmático Mabuse. La historia nos sitúa años después del final de Metrópolis, pero sin los espejismos de esperanza que parecían vislumbrarse en la conclusión del clásico cinematográfico. La ciudad vuelve a estar bajo el yugo dictatorial, esta vez de Jo Fredersen, que ha subvertido los ideales de la revolución, coronándose amo y señor de su reino de desfiladeros de hormigón. Pero algo se desliza en la penumbra, algo más poderoso que su mano de hierro, alguien que lleva tiempo fraguando la caída de la tiranía para erigir algo que se adivina aún peor: el Doctor Mabuse.
Su figura despunta entre las sombras, mucho más apabullante que la del mito de Lang. Porque desde el primer instante este Mabuse hace olvidar la mirada estrábica del original, presentándonos un corpulento dandy de impecable y letal aspecto. Circundado por el humo de un sempiterno cigarrillo, apoya las huesudas manos sobre el bastón, emergiendo de la viñeta con una mirada hipnótica y escalofriante. Con un monóculo que recuerda al que lucía el propio Lang, Beroy cincela un villano de capacidades ilimitadas: hipnosis, manipulación, transfiguración, control de las masas… un compendio de virtudes al servicio del Mal. Pero no como redención, sino como fin en sí mismo, porque Mabuse no busca solazarse con las mieles del poder. «El poder directo aburre», escupe. Su objetivo es convertir la ciudad en el imperio del Mal, en el patio de recreo de su perfidia.
Es en el desarrollo de este maquiavélico plan donde radica el genuino placer de Doctor Mabuse, y su más notable aportación a la historia del cómic actual. Porque el universo que dibuja Beroy es sencillamente brillante. Lo fue en los ochenta y continúa siéndolo ahora, con el crujir de unas páginas que conservan intacto el impacto visual. Metrópolis resurge más tenebrosa que nunca, con atrevidas angulaciones que trascienden el cariñoso homenaje al expresionismo alemán de Wiene o Lang. Las influencias de Miller, Quatermass, o incluso los ecos a El Gabinete del Doctor Caligari son evidentes. Pero sobre ellas prima una habilidad desbordante para la creación de ambientes opresivos y gélidos, adelantando en varios años recursos que se aplaudirán en autores posteriores.
Y aun así, si hubiera que escoger, lo mejor de Doctor Mabuse es la profunda sensación de desasosiego que nos inoculan sus ochenta páginas, de la que somos completamente presos al acabar. Porque amén de la poderosísima resolución gráfica, el cómic desprende una sugestión brutal, a fuerza de contar mucho menos de lo que queremos saber. Como un secreto edificado sobre otro secreto, cuánto más nos desvela de la historia, mayor es el ansia por conocer. Si se preguntan quién es realmente el Doctor Mabuse, no se apremien: la duda quedará indeleble hasta el final.
Lo que asoma de él y de sus habilidades difícilmente podría ser más estimulante. Deducimos que lleva años preparando el final de la dinastía, construyendo taimadamente una maquinaria de control impoluta. Nada que ver con los planes frecuentemente chapuceros del personaje original: este intrigador perpetra estrategias rayanas en la perfección, apuntalando la certeza de que, pase lo que pase, la ciudad eterna estará para siempre condenada. Entre los dirigibles, los biplanos y los haces de luz que perforan su eterna noche permanecerá la conspiración.
En esta distopía futurista, Mabuse va tejiendo lentamente un mañana perturbador: el de Metrópolis como un inmenso circo de marionetas autómatas que avanza devorándolo todo. Incluso a su tirano, uno de los pasajes más perturbadores de la obra, donde contemplamos cómo la muchedumbre se rebela enardecida, en lo que parece un genuino deseo de libertad. O de una farsa a la altura, porque él es el único titiritero de la función.
Doctor Mabuse podría glosarse como la ópera prima de un bisoño Beroy que a finales de los ochenta irrumpió en el panorama del cómic con aires prometedores. De hecho, es lícito contemplarla ahora cómo el contenedor primigenio de todo lo que ha depurado el viñetista catalán después: el toque opresivo, el universo oscuro, la endemoniada maravilla de todos y cada uno de los trazos. Pero por encima de eso, merece ser reivindicada como una historia rotunda y adictiva; y sobre todo, aplaudir la creación de un personaje del que casi treinta años después siguen quedando ganas. Y dudas. ¿Quién es el Doctor Mabuse? El Mal, por supuesto.