Basta darse una vuelta por los escaparates de las librerías especializadas bruselenses para caer en la cuenta de hasta qué punto el mercado franco-belga de la BD depende de personajes creados o asentados en una época dorada de hace sesenta años. Nada extraño si lo comparamos con lo que ocurre con innumerables ejemplos norteamericanos, pero en este caso se da el agravante de que no hay tradición de hacer reinicios periódicos de las series partiendo de cero, y se pretende emular estilísticamente un modelo estético muy concreto.
La serie Spirou y Fantasio, dentro de estas circunstancias, tiene unas características propias. No solo es una de las más antiguas (su origen se remonta a 1938), sino que, desde sus inicios, diversos equipos autorales han ido tomando el relevo en ella. Creada por Rob-Vel y continuada por Jijé, el «canon» quedó situado esencialmente en los cincuenta y los sesenta, en la etapa comandada por André Franquin, uno de los grandes nombres del cómic de todos los tiempos.
El hecho de que Spirou no tenga una única paternidad creativa ha supuesto una aparente capacidad de regeneración con nuevos autores, que han ido actualizando la serie a lo largo de los años. No obstante, todos los cambios han sido siempre muy controlados, incidiendo una y otra vez en historias que recordaban a esos orígenes «canónicos». Los imperativos de formato y de contenido, y la pretensión de conseguir nuevos lectores y a la vez satisfacer a los nostálgicos, ha ido haciendo que el resultado —aun tratándose en muchos casos de trabajos muy dignos— tuviese mucho de fórmula, cuando no de sucedáneo.
El intento de Yves Chaland en 1982 de darle un giro a la serie, con una historia que quedó inconclusa por criterios editoriales, hizo evidente que eran posibles otros enfoques, pero no fue hasta 2006 cuando la casa Dupuis se decidió a abrir un camino alternativo con la colección «Une aventure de Spirou et Fantasio par…». La idea era lanzar historias autoconclusivas con nuevas visiones de los personajes aportadas por autores invitados. Aunque con resultados muy dispares, ha ido dando lugar a colaboraciones tan notorias como las de Schwartz y Yann, y atrayendo a creadores de la relevancia de Trondheim o Le Gall. Pero la gran sorpresa la dio en 2008 Émile Bravo con Diario de un ingenuo.
La trayectoria de Émile Bravo (París,1964) está centrada en revitalizar y dar un nuevo potencial al cómic de la franja infantil- juvenil, dentro de esa categoría que se puede definir como «para todos los públicos», porque literalmente puede interesar tanto a jóvenes como a mayores. Suyas son las series Jules y Aleksis Strogonov, esta última en tándem con Jean Regnaud. Con él creó también el álbum Mi mamá está en América y ha conocido a Buffalo Bill, que, como la obra que nos ocupa, recibió el premio Essentiel en el Festival de Angulema.
En Diario de un ingenuo, Bravo imagina los orígenes de los personajes, y los lleva a la Bruselas de 1939. Spirou aún es un chaval que trabaja de botones en un hotel y que comienza a aprender de la vida; un aprendizaje que se produce justamente en una etapa histórica convulsa, con ideologías abiertamente enfrentadas y movimientos sociopolíticos que pasan a su alrededor y en los que acaba teniendo involuntaria participación. Fantasio no pasa de ser un atolondrado e inconsciente aspirante a reportero, todavía más necesitado de maduración que él, lo que incrementa la polarización de caracteres de quienes un día van a ser compañeros de peripecias, e intensifica su relación desde el punto de vista narrativo. Más que una aventura, lo que propone este libro es una entretenida comedia con trasfondo dramático en la que un adolescente empieza a entender, a veces a golpes, los innumerables tonos de gris que componen la realidad que lo rodea. Sin ser una obra realista, da a los personajes un peso humano que no era habitual en la época en que se crearon y que hacía falta para traerlos al público lector actual. No se aparta sustancialmente de los estándares clásicos del álbum europeo, pero consigue insuflar un encanto que seguramente nadie había logrado en la serie desde la época de Franquin.
Como homenaje que —también— pretende ser, en la historia hay unos cuantos guiños al lector: el origen de los pensamientos de la ardilla Spip, o el porqué del sempiterno uniforme rojo. En uno de esos momentos incluso llega a la metaficción cuando varios niños comparan chistosamente al protagonista con Tintín. Afortunadamente, todos estos detalles están muy bien medidos y se engarzan armónicamente dentro de la trama. Tanto es así que, a pesar de haber sido pensado para un one-shot, el argumento permite que la historia continúe, como efectivamente ha hecho el propio autor diez años después: La esperanza pese a todo, para la que están previstas cuatro partes y que supone ya todo un acercamiento a los planteamientos de la novela gráfica.
En un mundo ideal, sería una buena forma de cerrar por todo lo alto la historia de Spirou ochenta años después; en el mundo editorial real, al menos sabemos que la contribución de Bravo marcará un antes y un después en la evolución de este longevo e icónico personaje.