No hay más que ver a sus personajes, tan superlativos nasalmente como en aquel soneto de Quevedo, y la frecuencia con la que estos acaban con el pito al aire. Si a algo ha contribuido la obra de Ralf König, alemán de Westfalia, es a divulgar el mito de que el tamaño de la nariz y el del pene están correlacionados, pero no solo a ese. También ha extendido y mucho el de la vagina dentata, una leyenda con más solera en nuestra civilización que König traslada del psicoanálisis al pop en su cómic más célebre y traducido, Kondom des Grauens o El condón asesino, de 1987.
Se le puede perdonar, no obstante, porque si el libro alimenta según qué terrores infundados de la psique masculina, también derriba otros más sociológicos que no está mal repasar, como el miedo a lo homosexual. En El condón asesino, formalmente una parodia en papel de los thrillers policíacos estadounidenses, un preservativo dentado aterroriza al underground gay de Nueva York arrancando penes a placer hasta que se cruza en su camino el del inspector Luigi Macarroni, un hombre singularmente dotado en el habitual doble sentido de la expresión. Tras perder un testículo a dentelladas, Macarroni se toma la persecución del mortal profiláctico como algo personal —«vengo de una vieja familia siciliana», le explica a uno de sus superiores, «y nadie le arranca un huevo a mordiscos a un Macarroni sin recibir su merecido»— y se sumerge en los ambientes leather de la ciudad, de los que es habitual parroquiano, para intentar descubrir cuál de los condones que circulan por allí con nocturnidad y sin alevosía es el que arranca genitales a dentelladas. Y hay muchos, claro. Estamos en 1987, pocos años después de que la devastación del sida se cebase particularmente en estos ambientes, y en ellos el sexo seguro es poco menos que un dogma. Sexo seguro, claro, si obviamos este tipo de criaturas.
Y por ahí van los tiros precisamente en El condón asesino, cuya historia no podría ser más frívola y cuya lección no podría serlo menos. Aunque pintada con las formas de la marginación social ochentona, necesariamente feísta y con mucha tinta china, la recreación del Nueva York policial cinematográfico que hace König más parece la bella ucronía que hubiera tenido lugar de haber triunfado una década antes el amor libre y no, como ocurrió, de imperar el reaganismo. En ella los excluidos no son los libertinos sino los puritanos, como tampoco lo son los homosexuales por razón de su condición, normalmente más hábiles y juiciosos que los personajes a quienes toca encarnar en el cómic la sexualidad convencional, convertida aquí en excepción. Quizá peca así por exceso, claro, de aquello que critica por su defecto, pero para una vez que ocurre tampoco vamos a poner el grito en el cielo.
El cómic tuvo una continuación en 1990, Bis auf die Knochen, traducido como El retorno del condón asesino, en donde Macarroni se las tenía que volver a ver con un depredador que aterrorizaba a los homosexuales de la metrópolis neoyorquina, cuyos esqueletos comenzaron a aparecer mondos y perfectos sobre sus camas sin que nadie se explicase por qué. Aunque el baño de sangre no se lo dio ahora un profiláctico sobrenatural, con El retorno del condón asesino König volvió también al universo de normalidad sexual que tanto éxito había cosechado tres años antes y ahondó, para enriquecerlo y dotarlo de universalidad, en sus aspectos románticos. También el dibujo es ya más limpio y la expresividad facial de los personajes, de la que König es virtuoso, sirve con más dedicación al propósito de la comedia, tono ulterior de la obra. Sin embargo el libro, convertido con el tiempo en uno de sus títulos clásicos junto a Lisístrata o Como conejos, carecía ya del elemento sorpresivo del volumen original y así pasó más desapercibido en su momento.
El condón asesino se llevó también al cine en 1996 y la película, dirigida por Martin Walz con guion coescrito por el propio König, sirvió al autor para profundizar en la cosmogonía de los profilácticos criminales, poco resuelta en el cómic. Aunque la cinta adapta el libro —pasando por alto la explicitud sexual, claro, y algunas escenas particularmente sangrientas—, la necesidad de su ampliación llevó al autor a imaginar más personajes, una plaga de condones en lugar de una criatura única y hasta a desarrollar una trama para dar explicación a su naturaleza, que así acaba siendo a resultas de un delirante experimento científico. Aunque en modo alguno consigue situarse en el nivel de las viñetas, la cinta se convierte de esta manera en un provechoso complemento a sus páginas, especialmente para aquellos aficionados que han consagrado El condón asesino como un clásico de la comedia de temática homosexual contemporánea.