Hay una insistencia tan constante en la felicidad que dan las pequeñas cosas que toda una «industria» de la autoayuda se basa en su mención constante. Mágicas recetas, pensamiento positivo para permanecer contento las veinticuatro horas y sin demasiada medicación. Las pequeñas cosas. Las pequeñas cosas. Las pequeñas cosas. Los mimbres de esta factoría dedicada a la sonrisa bobalicona son tan fuertes que la única razón para que la persona de su lado no sea un «coach» es que lo sea usted mismo. Las pequeñas cosas. Ni tan siquiera la ironía de Groucho Marx ha podido hacer mella en este campo, «hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…». Las pequeñas cosas. Ah, las pequeñas cosas… En lugar de quedarse en un aforismo, el autor francés Manu Larcenet ofrece en Los combates cotidianos toda una guerra a la concepción superficial de la vida ordinaria, el transcurrir del tiempo y, precisamente, la búsqueda de la felicidad. Ese punto de vista inofensivo que fomenta la mansedumbre y que se encuentra institucionalizado por los organismos oficiales de todo pelaje y los medios convencionales de comunicación, encuentra aquí un sobresaliente contrapunto. Su lectura le produciría un ictus inmediato a cualquier gurú de la alegría que cobre por horas para asesorar al personal de una oficina o a un político oportunista, valga la redundancia. Larcenet opone la inteligencia de las pequeñas cosas contra su uso como elemento narcótico, vulgar y adocenante.
Los ataques de ansiedad, el sexo, el amor, la paternidad, la relación con los familiares, la pérdida de seres queridos, la relación con las mascotas y la naturaleza, las frustraciones laborales, el desengaño derivado de conocer a ciertas personas a las que admirábamos, la dignidad del trabajo bien hecho, el aburrimiento, el no saber muy bien qué hacer… son algunos de esos combates cotidianos con los que tiene que lidiar el protagonista, una persona normal y corriente sometida al azar, los miedos y, en definitiva, todo aquello que compone realmente la vida mientras los sueños y las esperanzas van por otro lado.
Esta historieta fue premiada como mejor álbum en el Festival de Angulema de 2004. Llama la atención en sus primeras páginas por la elección de un tipo de dibujos que en principio parecen más propicios para un tebeo de humor de otro tipo. Sin embargo, poco a poco, entendemos las razones de lo que no es sino un acierto. Este tipo de trazos consiguen no solo trasladar multitud de emociones corrientes, también gracias a los cambios de color —por ejemplo, sepia para lo que equivaldría a la «cámara subjetiva» del protagonista, rojo para la angustia— puede alterar el tono de los sentimientos sin romper la continuidad del estilo, que solo varia en un puñado de ocasiones cuando Larcenet opta por dibujar retratos realistas o bien monólogos interiores donde muestra diversas escenas (de nuevo en sepia, para señalar su visión). Este contraste refleja perfectamente la madurez derivada de diversas experiencias y justifica que el autor escogiese para la mayor parte del tebeo una apariencia engañosamente simpática.
Otro de los grandes aciertos del cómic es tomar como hilo conductor a un personaje que, siguiendo el título, es muy normal. Eso no solo refuerza la perspectiva del lector acerca de los acontecimientos frecuentes y habituales que le suceden a cualquiera en el transcurso de su vida en una sociedad desarrollada (y por tanto, salvo desgracia mayúscula, carente de grandes altibajos o experiencias extremas), sino que consigue plasmar, mediante la aparición de personajes secundarios, desde familiares a compañeros de profesión, desde el propio gato del protagonista a vecinos malencarados, cómo las relaciones de cualquier especie son las que van modificando nuestra vida tanto interior como exteriormente. Este modo de representación logra que dichos secundarios sean especialmente atractivos, lo que se relaciona con la profesión de fotógrafo del personaje principal. Es en cierto modo su mirada común pero precisa la que realza, y volvemos al principio, esas pequeñas cosas que siendo igualmente comunes también pueden ser decisivas, maravillosas, anodinas, terribles y que, en definitiva, son las que componen el destino de cualquiera, un destino sin mayúsculas, de andar por casa. Pero, al fin y al cabo, nuestro.
El humor, la ternura, la angustia o la tristeza se ven complementados con la pasmosa habilidad que tienen muchos artistas de Francia para analizar y criticar a su propio país sin romper con la trama, todo lo contrario, complementándola y demostrando en este caso que los grandes hechos de la economía y la política están fabricados con la misma sustancia que las anécdotas, y que nos movemos en la red resultante un poco a la deriva y otro poco por voluntad propia. La agudeza de Larcenet consigue ligar con más que meritoria sencillez la guerra de Argelia con las transformaciones industriales de la actualidad en el caso de unos astilleros. Precisamente el tratamiento del tiempo en general es otro de los talentos del autor, que con una excelente utilización de la elipsis logra trasladar al lector informaciones básicas sobre lo que está sucediendo, sin añadir absolutamente nada más.
Los amantes de la naturaleza tienen aquí sus bosques. Los amantes de los niños tienen aquí a una maravillosa niña. Los amantes de los gatos tienen aquí a un travieso gato. Los amantes de las historias de amor cuentan con su historia de amor. Los amantes de los malos tienen a unos cuantos malos complejos. Los amantes de los buenos tienen también su repertorio. Lo que no hay son héroes ni villanos. Solo el pasar de los días. Solo el ver qué ocurre. Solo una vida como tantas otras.