Patria

Apátrida

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«En todo nacionalismo hay un sentimiento de superioridad y un racismo latente». La frase está sacada de una entrevista a Laura Freixas realizada en 2015 para Jot Down, pero bien podría emplearse (de hecho, así lo hago) para definir la idea central de la novela de Patria y las dos adaptaciones que hemos tenido en 2020 en forma de serie y de cómic. Toni Fejzula, encargado de convertir en viñetas la obra de Fernando Aramburu, lo sabe muy bien: él tuvo que huir de la guerra de los Balcanes con su familia para establecerse en Barcelona y, por lo tanto, no lo tiene complicado a la hora de entender la naturaleza del conflicto vasco. Como Freixas, Fejzula comparte esa opinión crítica hacia cualquier tipo de nacionalismo. Lo dice de una manera muy parecida: «cada país es distinto, pero siempre hay ese sentimiento nacional tras el que cobijarse y proyectar que el otro es el enemigo». El Otro. El Enemigo.

Lo interesante de la propuesta de Aramburu en Patria (una propuesta cuya esencia es convertida en imágenes con gran acierto por Fejzula) es que lleva el conflicto vasco a la esfera de lo doméstico, y lo hace a través de dos familias cuya amistad quedó reducida a un mero recuerdo a partir de un asesinato que las marcó de forma indeleble. Sin embargo, el relato no arranca con la muerte de Txato, el marido de Bittori, a manos de un miembro de la ETA, sino con el anuncio del abandono de las armas de la banda terrorista años después. Ese instante sirve de catalizador no solo de las memorias enterradas, sino del viaje de nuestra querida Bittori hasta el cementerio donde enterraron a su marido y del retorno al pueblo en que vivieron hasta el asesinato. Allí conoceremos a Miren, su vieja amiga del alma y madre de Joxe Mari, quien en su día decidió enrolarse en las filas de la banda terrorista. Y, poco a poco, al ritmo que demanda la narración, iremos descubriendo cómo la relación entre las familias se fue desmoronando progresiva y lentamente, no como un edificio que sufre una voladura controlada, sino como esos otros que van dejando crecer profundas grietas a lo largo de sus cimientos ante la pasividad e inacción de sus habitantes. ¿Serán los protagonistas capaces de salvar estas diferencias aparentemente irreconciliables? Sin avanzar detalles de la trama, solo diremos que hay mucho sitio para el perdón y la reconciliación, símbolos de la reconstrucción de una sociedad harta de vivir asomándose por una rendija de la ventana cada vez que tiene que salir a la calle.

Y ahí es precisamente donde radica una de las grandes ventajas de la ficción. En alejarse de toda visión maniquea para ofrecernos un relato coral en el que todos tienen voz y en el que nadie es juzgado, o al menos, no por el autor. Porque lo que le interesa —a Fernando, a Toni— es presentar distintos puntos de vista sin sentenciar ninguno de ellos. Porque de lo que hablamos es de personas y sus decisiones particulares, y no de esa simplificación de Ellos contra Nosotros. Algo muy difícil de entender en la sociedad polarizada en que vivimos, donde cualquier ser humano es indefectiblemente catalogado y prejuzgado a partir de unos pocos rasgos que, a veces, y para más inri, solo se los estamos suponiendo. No, esto no sucede en Patria. Porque en esta historia solo hay espacio para un tipo de crítica, y va dirigida a la sinrazón de la violencia, venga de donde venga. Para conseguir esta neutralidad en su discurso, Aramburu se hizo valer de una ausencia total de narrador, dando todo el control del relato a los pensamientos y diálogos de los personajes. Fejzula sigue esa misma senda, además valiéndose en gran medida de la elipsis para lograr avanzar entre los cientos de páginas de la novela sin dejar fuera ningún detalle importante de la trama. Pero donde el apartado gráfico destaca y cobra todo el sentido del mundo es alejándose de cualquier pretendido realismo para centrarse en las emociones mediante un controlado uso del tratamiento cromático. Así logra definir cada uno de los estados emocionales asociados a los protagonistas. Bittori va siempre acompañada de un azul que refleja la tristeza, o Miren se mueve por unas viñetas teñidas de un rojo propio del odio que siente.

El resultado es una enorme historia (enorme en todos los sentidos) que hará las delicias de aquellos que quieran comprender más a fondo el trasfondo de un conflicto que ha marcado nuestra sociedad durante varias generaciones. Y, sobre todo, gustará a quienes creen en la redención y tratan de alejarse de los extremos para comprender que la vida es mucho más compleja que esa falacia simplona de estar contigo o contra ti. Más compleja o mucho más sencilla, según se mire.

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