Hicotea

Curiosidad con color

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La curiosidad como motor de aprendizaje está probada, independientemente de la edad del curioso. Pero, además de su naturaleza educativa, como coartada argumental para explorar nuevos mundos adquiere nuevas dimensiones. En Hicotea, la segunda entrega de la trilogía Luces Nocturnas de Lorena Álvarez (Bogotá, Colombia, 1983), esta cualidad se potencia en un relato a medio camino del cómic convencional y del libro ilustrado, con una historia dirigida a un público infantil y juvenil pero que encandilará a cualquiera que, curioseando, abra su portada. En plena excursión escolar a un humedal y tras una riña con sus compañeras de clase, la pequeña Sandy se aleja un segundo del grupo y golpea un caparazón de tortuga vacío. O no tan vacío. Porque, como si de una TARDIS se tratase, es mucho más grande por dentro de lo que parece por fuera. Una dimensión mágica le espera en el interior, dispuesta a regalar a Sandy (y al lector) píldoras de conocimiento, relatividad emocional, responsabilidad ecológica y social y una catarsis funcional apelando a nuestro lugar en la naturaleza, más necesitada de protectores que nunca.

Pero no se confundan. Aunque la voluntariosa y soñadora Sandy pueda evocar a una Chihiro 2.0, esto no es un relato al estilo de las producciones de Estudio Ghibli o el Wall·E de Pixar, ni siquiera intenta imitar los patrones de la Alicia de Lewis Carroll. Aunque los elementos fantasmales están rebajados respecto a la primera entrega (2017), los claroscuros y el punto de miedo necesario en todo aprendizaje están en el núcleo de la espiral emocional a la que se (auto) somete la pequeña Sandy. Pero va más allá. Esta obra respira por sí sola y la imaginación desbocada de la protagonista tiene su premio, tras la cabalgata por el museo de fauna, flora y maravillas al que se ve sometida.

Sin embargo, y es inevitable postergarlo más, el elemento hipnotizante de Hicotea que hace retroceder sus pasos al lector para admirar (o imitar, en el caso de los más pequeños) es el color. Exuberante como la propia naturaleza, el color al servicio de la composición de páginas funciona bajo una paleta alegre y variada, nada excluyente. Por mucho que lo intenta, nada está saturado ni recargado ni fuera de lugar, gracias a la inteligencia de la autora y a la colocación de espacios en blanco que guían la vista en, al fin y al cabo, un relato destinado a un público infantil/juvenil (9-12 años). Como si se tratara de aquellos botes de arena coloreada con los que la generación EGB amenizaba sus tardes dominicales, Lorena coloca meticulosamente todo el color (como metáfora de la fantasía, imaginación y aprendizaje) en frente de los malvados cuervos oscuros (que representan la falta de todo lo anterior). Dentro del caos cromático hay orden, una explosión colorida que sitúa a esta obra a la cabeza de la lista de recomendaciones de la última generación de cómics infantiles.

Lejos de ser una moda pasajera o una burbuja a punto de explotar, esta tendencia al alza está descubriendo una generación de autores con mucho que contar (de hecho, en Hicotea hay mucho de autobiográfico), dándole una vuelta en formas y fondos a los relatos clásicos dirigidos a un público infantil. El ya caduco «la letra con sangre entra» ha dado paso a estas nuevas formas gráficas de aprender y concienciar. Ganadora de un premio a mejor nuevo talento en los prestigiosos Premios Eisner a pesar de lo breve de su curriculum vitae, nadie tiene dudas de que Lorena Álvarez ha venido para quedarse. Su imaginación, como el mundo interior del caparazón de la tortuga Hicotea, no tiene límites, y de un lienzo en blanco es capaz de crear mundos evocadores que llegarán a todos esos pequeños y curiosos lectores, a cuya disposición está una biblioteca casi infinita que ya hubiéramos firmado muchos de nosotros con esas edades.

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