El crepúsculo del murciélago

Quien tiene un enemigo… tiene un tesoro

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Una de las historietas más interesantes de la primera miniserie de Batman Black and White, aparecida a mediados de 1996, era la que firmaban los británicos Neil Gaiman —en la cresta de la ola entonces— y Simon Bisley. Se titulaba A Black & White World y especulaba con la posibilidad de que los personajes de DC fueran en realidad actores que representaban un papel, mientras fuera de las viñetas poseían su propia vida privada. Durante un breve descanso entre escena y escena, Batman y Joker, en este caso, conversaban amigablemente. Se quejaban de la pobre calidad de los diálogos que les asignaban, por ejemplo, o se interesaban por sus respectivas familias. Todo muy entrañable. Al final decidían quedar otro día para continuar charlando.

Sea verdad o mentira, hablemos de personajes de ficción o de los tebeos donde aparecen, lo bien cierto es que el intercambio de golpes entre el susodicho héroe enmascarado y su némesis dura ya ocho décadas, año arriba año abajo. En ese tiempo ha habido decenas de diferentes exégesis alrededor de su mítica enemistad, situadas incluso en otros tantos periodos de la historia, siempre por obra y gracia de las llamadas colecciones alternativas a la oficial (Elseworlds y compañía). Desde la primera aparición del villano de sonrisa permanente en el número inaugural de la revista propia del hombre murciélago (abril de 1940), muchos han sido los autores que con mayor o menor acierto han descrito su enfrentamiento, tanto dentro como fuera de la línea argumental principal.

En ese maremágnum casi incontrolable de interpretaciones y adaptaciones El crepúsculo del murciélago no debería entenderse simplemente QUIEN TIENE UN ENEMIGO… TIENE UN TESORO Óscar Gual Boronat como una más. Por un lado, consigue retratar, como pocas lo han hecho antes, el peculiar idilio entre ambos, pero, por otro, lo que todavía la dota de mayor valor es que es literalmente la última de las historias sobre esa intensa relación, entendiendo esta expresión en su acepción más maximalista.

En el fancómic de Josh Simmons y Patrick Keck, que ni siquiera es un tebeo de Batman en sentido literal, se representa dicho vínculo de amor y de odio desde la periferia del icono, aprovechando hasta el último resquicio de libertad creadora que les proporciona esa ubicación. Imaginan un mundo apocalíptico, una horrible distopía paranoica, consecuencia de la venida de cualquiera de las amenazas que nos asolan (el cambio climático, el coronavirus de Hubei o las políticas de Trump), y allí han soltado a la desvalida pareja para ver si se las apañan. Al llevarlos hasta el extremo de la supervivencia, al desligarlos de cualquier represión social, acaban por sincerarse y mostrarse como son. Estas reinterpretaciones del caballero oscuro y del malévolo payaso se rechazan y se necesitan mutuamente para dotarse de auténtico sentido. Nadie había llegado tan lejos, ni cronológica ni anímicamente.

En La marca del murciélago (2007) —otro tebeo de homenaje— Simmons ya había presentado su particularísima visión del justiciero de Gotham, eligiendo entonces a Catwoman como pareja de baile. Aquella fue una aproximación en cierto sentido más respetuosa con el material de partida y más convencional estéticamente, aunque también original y recomendable. Sin embargo, la entrada de Keck en el juego ha acabado por embarrarlo todo. Al decantarse por un estilo feísta y primitivo, dota de mayor crueldad al vagabundeo desorientado de la extraña pareja. La distancia respecto a aquel primer experimento es significativa, y el presente relato crepuscular se sitúa varios metros por debajo de la superficie por la que caminaba su antecesor. Asistimos a una bajada en montacargas a las catacumbas del underground, valga la redundancia, un descenso sin paradas intermedias al peor de los escenarios. Al igual que sucedía con el conocido cortometraje de 2003 Batman: Dead End, realizado por aficionados, y que hasta la llegada de las películas de Christopher Nolan era la aproximación fílmica más fiel al espíritu de la creación de Bob Kane y Bill Finger, la historieta de Simmons y Keck es coherente con la trayectoria y el pasado de esta. Tanto que merecería por derecho propio figurar en alguna de esas antologías en las que las grandes editoriales invitan a dibujantes independientes a versionar sus franquicias y sus marcas registradas.

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